martes, 7 de agosto de 2012

Alternativateatral, por Mónica Berman


Arrinconado, el afuera. La reja es la que divide. Allí, del otro lado del límite de metal, un banco en el que alguien, como desganado, ejecuta música.
A la izquierda de los espectadores, una pantalla, televisor de circuito cerrado en una dirección que no es la esperada. ¿Para qué puede mirar hacia el interior de la casa? El soporte es pero no es. En esta breve descripción espacial puede reconocerse el modo de funcionamiento de El casting, en cuanto la puesta se ponga a rodar.

Por un costado entrará José María con una revista en la mano. Después de comparar la foto con el frente de la casa, se detendrá frente a ella, frente al público. Nosotros somos su amigo de adolescencia, ése al que le fue mejor. A nosotros nos habla, nos ruega, nos mira como si fuéramos la cámara. Nosotros estamos adentro y él está afuera. Inteligente decisión para construir un sitio de lujo, una reja divisoria y una cámara. Significativo, además. El hombre-jardinero ¿afuera todo el tiempo?, sentado en el banco, devendrá efectivamente en el músico. Un músico, Gamal Hamed, al que es imposible dejar de mirar, debido a varias cuestiones: sus gestos, sus actitudes, los instrumentos que utiliza y porque además está todo el tiempo develando los mecanismos. Por ejemplo dice  “suena un celular” y lo vemos llevar a cabo su sonido.
Se puede dar cuenta de lo que sucede: un hombre habla frente a una cámara, detrás de la que supuestamente está un antiguo compañero de elenco, ahora importante productor de “las ligas mayores”. Su objetivo es conseguir un trabajo. Tiene un texto escrito y desea que se lo lea, que se lo alabe. Luego aparece una mujer con la que interactúa. Hasta ahí, los acontecimientos.
De ahí en más es imposible saber cuánto de lo que dice es cierto, cuándo improvisa, cuándo lleva a cabo su propia dramaturgia (sí, se lo reconoce “actuando Shakespeare”). Porque del mismo modo que podemos escuchar el sonido del teléfono y comprobar que no es un teléfono el que suena sino una pequeña guitarrita, es imposible deslindar el momento en el que es actor y el momento en el que es personaje.
Sin embargo se cuelan algunas cosas en las que es imposible no creer: la diferencia entre los que triunfan y los que no, los que viven en el lujo y los que pasan hambre, el reproche de que “lo que hacen no es un trabajo”, la frustración, los sueños que cada vez quedan más lejos. Una especie de dolor inmenso que provocan las injusticias, sí, también en este ámbito.
El trabajo de Luciano Cazaux  es impecable en sus constantes mutaciones. Él demuestra que quien puede actuar (y él necesita demostrarlo frente a la cámara, frente a las cámaras) puede cambiar de estado: de la risa al llanto, a la ira, a la pasión. Y en su desesperación, no es difícil creer que, con tal de ser filmado y transmitido, le resultaría indiferente hacerlo en espectáculos o en policiales. Al fin y al cabo, un poco de notoriedad vale todo para el que no tiene nada.
La decisión de dejar por detrás, invisible tras una reja, al que “evalúa”, ahorrarse el contacto, multiplica la efectividad de la propuesta.

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