martes, 7 de agosto de 2012

Leedor.com (II)


“El actor es un señor que hoy come faisán y mañana se come las plumas” Fidel Pintos


La vida nunca es fácil para nadie; nadie tiene comprada su suerte ni tampoco nadie nos prometió un jardín de rosas. Pero hay destinos y destinos, diferentes búsquedas o impulsos vitales. Suele decirse que el mundo de los actores está lleno de angustia, que es sacrificado, inestable y fugaz pero ¿el mundo de quién no lo es?.

La pregunta que surge entonces es qué diferencia a los actores del resto de los mortales (porque también los actores son mortales aunque parezca que algunos se han ganado la inmortalidad con tal o cual interpretación). Las respuestas son múltiples pero podemos destacar dos o tres aspectos.

En primer lugar, los actores (en extensión, todo artista) tienen la difícil y emocionante tarea de lograr conmover, movilizar. Hacer llorar o reír, lograr ese momento de magia y conexión total con otro, ese sublime instante donde el hecho artístico se completa, se manifiesta en todo su esplendor, no es para cualquiera y los actores lo saben y van por la vida buscando rozar el corazón de alguien con ese fuego que tienen en el cuerpo. También, en segundo lugar, están las máscaras y la posibilidad de ser otro a cada paso sin dejar de ser ellos mismos y sin que nadie los juzgue por ello, por decir la verdad cuando mienten.

Pero si hay algo que diferencia a los actores es el casting y la necesidad ferviente de ser elegidos a cada paso porque de esa elección depende no sólo su posibilidad de trabajo sino su razón de ser. Todos luchamos por ser elegidos pero cuando ello ocurre lo que sobreviene es cierta estabilidad; a ellos la estabilidad les dura un suspiro, una temporada de teatro (que dura lo que la taquilla les depara), de una propuesta televisiva (que dura lo que el rating les determina) o los días de una filmación cinematográfica. Todo lo demás es el abismo, la angustia y el verdadero trabajo que consiste, como dicen, en buscar trabajo.

El casting, un actor fuera de cuadro es una obra que nos permite pensar la condición de actor, su posición en el entramado social, su razón de ser. A través del humor, presenciamos una metarreflexión sobre las condiciones laborales en el mundo artístico, en un país donde conseguir trabajo no es fácil para nadie y donde la rentabilidad del trabajo actoral es sólo para unos pocos.

José María (Luciano Cazaux) es actor pero la suerte no lo ha acompañado, tanto es así que tuvo su soñada participación en un film pero desafortunadamente esa escena fue descartada. Un día llega a la puerta de la mansión de Ricardo Rosemburf (un viejo compañero de teatro con quien compartió en el pasado el trabajo en alguna puesta, montada en algún lugar del Conurbano) para pedirle una oportunidad.

El destino de su viejo “amigo” ha sido mucho más complaciente: Ricardo es ahora un reconocido productor que tuvo la suerte de llegar a la Calle Corrientes. José María toca timbre y Rosemburf responde pero de manera incierta, misteriosa, casi desinteresada, de modo que, en toda la obra, se convierte en una presencia invisible, poderosa, un pequeño dios ante el que hay que rendir un examen.

Comienza entonces el desopilante casting de José María, desde la calle (porque nunca lo invitaron a pasar), ante una cámara de seguridad. Tiene un libreto, algunas artimañas actorales, miles de problemas (vive acosado por las deudas, una ex mujer demandante y una hija a la que debe mantener) y un solo sueño: conseguir el papel de su vida. A la escena se suma Julia (Alejandra Marina Álvarez), una secretaria que ve su posibilidad de convertirse en actriz, con quien entablará una cierta relación de competitividad; y un absurdo jardinero (Gamal Hamed) que contempla la escena y nos regala algunas piezas musicales.

Todo es posible es este casting donde ficción y realidad se confunden y se complementan. Todo es posible, hasta la humillación más cruel, el golpe más bajo.

Podemos definir esta propuesta, también, como una brillante clase de actuación donde, intuimos, cualquier actor que se acerque a verla reconocerá en ella ciertos lugares comunes de sus propios itinerarios. Luciano Cazaux se pone en la piel de todos (y también en la propia) los que van en busca de un sueño, los que insisten a pesar de las circunstancias, los miedos y las inseguridades.

Una obra absolutamente hecha a pulmón, disfrutable para todos, con momentos de mucha tensión y emoción porque, en el fondo, nos demuestra lo frágiles que somos, lo finitos y lo invariablemente mortales.

No se la pierdan.

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