Debió haber sido casi instantáneo, ni bien apareció Cats a muchísima gente se le habrá ocurrido hacer un musical que se llame Rats. Dudo que el de Kirsner sea el primero o el último, pero sí debe ser de los más particulares: unas ratas que saqueaban un supermercado chino en diciembre del 2001 recibieron alguna rara mutación por un cortocircuito y un yogurt. Modificadas, adquirieron el don de actuar; cada una de ellas con distinta inclinación: hay una rata naturalista (Daniel Ibarra), una declamatoria-shakespereana (Augusto Ghirardelli), una grotesco-discepoliana (Gisel Eiriz, de gran actuación), una vedette (Victoria Arrabaça), una musculada que sueña con hacer películas de acción (Ariel Bar-on) y una muda (Eduardo Lázaro) que toca la guitarra y mantiene la vena musical de la puesta a todo momento. El sueño de estas ratas es el de muchos otros actores: llegar al teatro San Martín (San Ratín en este caso). Tomar el cielo de la actuación por asalto, subirse a las tablas y hacer una escena de Romeo y Julieta. Insisto, me parece una idea genial. Una de las muchas que tiene esta obra.
Entre los grandes hallazgos de la puesta está en el vestuario, con texturas similares y distintos colores, se consiguen hacer ratas muy distintas pero perfectamente identificables. A esto se suma una módica y astuta escenografía: con una caja de fósforos enorme, se crea la ilusión de que la obra está en otra perspectiva y que las ratas son de un tamaño menor. Hay, también, una sábana en la que hay un agujero de ratón canónico, de dibujo animado. Los protagonistas se toman en broma esto mismo y reconocen que es sólo escenografía al no poder atravesarlo. La parte musical es breve y repetitiva, lo que le queda a uno en la cabeza es la canción principal de la trama que juega con el “ser o no ser” shakespereano a ritmo de Erik Satie. Lo que, quizás, juega en contra a la puesta es el exceso de digresiones. Hay muchos cuadros tangenciales que son siempre entretenidos e inteligentes pero que hacen perder fuerza al conflicto central. Así, la obra se diluye y puede hacerse larga de a momentos. El transporte entre excrementos, el casting y otras partes se notan como atisbos inteligentes y graciosos que no terminan de aportar a la progresión dramática. Por suerte, el final sí centraliza sus conflictos y nos arrastra, nos cuenta en tiempo récord una breve historia de amor y nos muestra el magno ascenso a las tablas del San Martín.
Es una obra, como tantas de la escena local, que habla del teatro y que puede ser un poco excluyente para los que no sean “del palo” pero, así y todo, hay muchísimas referencias a personajes típicos que, aunque uno no los conozca, bien los puede imaginar. Rats es un trabajo enorme de cuidada factura que gusta de mostrarse sucio en ocasiones, como su propuesta lo pide. Tiene ese encanto de las cosas en broma que se han tomado muy en serio, nos hace reirnos de los mecanismos de consagración y de la solemnidad del arte serio a la vez que nos muestra una devoción igual de fuerte e igual de conmovedora por las empresas inútiles, confirmando a Kirszner como uno de los dramaturgos jóvenes más personales e interesantes que hay en nuestra escena.
El Crítico Enmascarado
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