viernes, 25 de octubre de 2013

Crítica a "Azulejos Amarillos", por Elis Danoviz

La materialización del eterno retorno


Nada me resulta más emocionante que entrar en una sala de teatro, ver que los actores ya están en escena y reciban al público en plena acción. Esto me hace pensar que el comienzo de la pieza teatral tuvo lugar antes que entremos y me hace intuir que no terminará cuando nos vayamos.
Así se inicia Azulejos amarillos, recibiendo al espectador con tanta carga de gestos como de sorpresa. ¿Qué hacen dos músicos (vestidos como si hubieran quedado varados en el teatro isabelino) dentro del baño de un teatro contemporáneo rodeado de carteles luminosos que anuncian otras piezas, de un Shakespeare boquiabierto, un inodoro, un mingitorio y un cartel que indica que allí se hace Teatro joven?
Para empezar a desmenuzar esta pieza, es preciso advertir que aquí no hay lugar para el realismo, sino más bien, una mezcla de absurdo y comicidad constante que discurre acerca de la metateatralidad en el encierro de un toliette al que sus dos protagonistas, los plomeros Pepe (Dionisio Javier Pastor) yPridamante (Augusto Ghirardelli), pretenden reparar. Sin embargo,  paradójicamente, este espacio y este modo de llevar a cabo una puesta en escena serán solo una apoyatura para disertar sobre la vida, el arte y, me atrevo a decir, la locura, de forma literal y metafórica.
Este sitio atípico permite a los personajes compartir sus deseos, sus frustraciones, invadir sus recuerdos más reprimidos y volver sobre sus pasos para desentrañar el eterno dilema entre el artista amateur y el artista de oficio, la pasión por la poesía, la música y el afán de convertir un sonido en algo mágico, eterno y duradero. Probablemente, sea esta música y este sonido la pulsión vital que todos, personajes, actores y espectadores, llevamos dentro y somos capaces de defender por más absurda que parezca ante la mirada del otro.
En esta puesta, la intervención del director Sebastián Kirzsner, sobre el texto dramático escrito por Ricardo Dubatti, hace de este encuentro entre ambos una explosión de imágenes, recursos y signos teatrales. El texto espectacular da un giro totalmente sorpresivo al sumar sobre el escenario la presencia musical deMúsico 2 (Daniel Ibarra) y Músico 2 bis (Eduardo Lázaro). Ellos, a medida que la acción va avanzando, desenvuelven su repertorio de forma lenta pero efectiva, valiéndose de gestos tan potentes y comunicantes que por momentos, pueden darse el lujo de carecer de la palabra. Asimismo, esta participación se complementa con aquello que los protagonistas explican, de modo especular en ciertas situaciones, representando las anécdotas narradas y yendo un poco más allá, dando un desenlace alternativo –o no tanto–  a los recuerdos de Pridamante. En esta puesta son las formas de representar la acción teatral las que subrayan el juego escénico: a través del silencio, del gesto, de la música, de la repetición y del flashback. A su vez, se hace uso de múltiples recursos para significar lo mismo, lo que implica que cada actor pueda exponer su versatilidad en el escenario desde la metateatralidad, para luego poner la mirada sobre la demencia hacia la cual puede conducirse un ser humano en pos de perseguir una y otra vez, como en un loop eterno, sus propios anhelos.

Esta reunión casual del oficio con el arte probablemente sea una excusa para recorrer en un diálogo beckettiano, que gira en forma de espiral sobre todo y nada a la vez, el rol del arte en la vida cotidiana. Posiblemente muchos mensajes enunciados aquí queden resonando en la mente del espectador (como queda en el recuerdo de Pridamante, el sonido de los azulejos al romperse) una vez que concluya la función, si es que concluye alguna vez o sigue girando en ese eterno retorno del deseo humano, tanto dentro como fuera de escena. O, simplemente, se olvide todo lo anterior y se vuelva a empezar.

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